(Palabras en la graduación de la promoción 2010)
Cada año, en México y diversos lugares de América Latina celebramos el Día de los Muertos el primero y segundo día de noviembre. Es una fiesta en la que los vivos abrimos las puertas de nuestras casas para que vengan a visitarnos los familiares fallecidos.
Primero llegan los niños, y tras ellos los familiares cercanos desaparecidos. Los recibimos con música, comida y la decoración que ellos preferían. En algunos lugares, les tienen preparados hasta mariachis. En Michoacán, un pueblo entero da vueltas al lago durante toda la noche para velarlos; en los demás lugares les brindan trago y comida, y los atraen con el copal o la corteza de árbol en forma de incienso, papel picado para decorar su regreso y calaveras de azúcar para recibirlos con dulzura. A los niños les preparan dulces, galletas y juguetes, en tanto a los adultos les ponen el pulque o la exquisita bebida de los chamanes, de 400 sabores naturales. También les brindan tequila, mescal y los cigarros que solían consumir en vida. Son fiestas religiosas que la tradición popular aguarda para dialogar con sus muertos.
Los dos días son reservados para hablar con el abuelo que ya no está entre nosotros, con el padre que fue invitado a volar a las estrellas o, con el hijo, que triste e injustamente no tuvo el tiempo suficiente para madurar y gozar la vida.
Como ya son almas que no ven ni sienten, se pueden perder en el regreso. Por eso hay que dejarles un camino de cempasúchil o flor de los 20 pétalos, para que el aroma guíe su regreso. También repican por turnos las campanas de las iglesias para que cada familia pueda llamar a sus propios muertos. Una vez hemos vuelto a hablar con nuestros padres y abuelos, recogemos la comida que ellos han dejado y la ofrecemos a nuestros familiares, vecinos y amigos.
Es un bello gesto de gratitud con quienes heredamos la tierra, la cultura y la educación. Al hacerlo, agradecemos a quienes nos dieron la vida, y volvemos a hablar con quienes ya marcharon. Al hacerlo, buscamos nuestras raíces y entramos en diálogo con las generaciones que nos precedieron.
Seguramente es por eso que 1.027 de los 2.435 municipios del territorio mexicano, conservan el nombre que les habían asignado sus tatarabuelos. Miles de vocablos náhuatl subsisten en lo que hoy es México, Guatemala o Nicaragua, e incluso más allá, incluyendo al mismo Estados Unidos, que alguna vez también fuera territorio mexicano. Palabras como papalote, aguacate, tocayo, chapulín, chicle, chocolate o Nicaragua, entre otras, siguen siendo usadas a diario por millones de latinoamericanos.
Son culturas agradecidas con su pasado. Son culturas que se paran en los hombros de los gigantes que les antecedieron. Y por eso, en sus calles, en sus volcanes, en sus fiestas, en sus tradiciones, en sus pueblos, en sus templos, en su cultura o en su comida, los recuerdan, y con orgullo rememoran a la raza que los engendró, y a quienes dieron su vida para que cada día ellos fuera un poco más libres.
Desafortunadamente, en Colombia no tenemos memoria, ni raíces en la historia. Padecemos de un profundo alzheimer social por no ejercitar durante tiempos prolongados el corazón y la gratitud. Indio es un vocablo que se usa despectivamente para referirse a alguien despreciable, y aborigen es sinónimo de inculto, sucio e ignorante. No hay casi ninguna calle, ni volcán, ni templo, ni costumbre que recuerde a nuestros tatarabuelos. Y al aeropuerto que conserva la leyenda de El Dorado, ahora quieren arrebatarle su nombre y ponerle el de un político demócrata, valiente y mártir, pero político al fin y al cabo; y no el de un pueblo y no el de una raza. Por eso en Colombia se celebra el Halloween y no el Día de los Muertos, o el de la santería en Cuba y las Antillas, o la Fiesta Criolla peruana, o el de la Colombianidad en el Merani. Por eso, en Colombia, los hijos no se sienten de la misma raza ni de la misma clase social que sus abuelos, y casi siempre tienden a pensar que tienen dos estratos más que sus propios padres. Por eso en Colombia se nos olvidan las masacres y los delitos de lesa humanidad, que para vergüenza infinita con la historia, se han cometido en nuestro territorio. Por eso en Colombia tuvimos recientemente un presidente con complejo de Adán, que gobernó creyendo que él era el primer cacique de estas tierras, porque antes de él no había nacido aun quien debiera recibir tal distinción.
En México hay miles de corridos, calles, estatuas, imágenes y cientos de museos en honor de Pancho Villa y Emiliano Zapata, para rendir homenaje a quienes se levantaron en armas pidiendo tierra, educación y libertad, cuando un presidente cambió la Constitución intentando hacerse reelegir indefinidamente y cuando un país vecino quiso invadir su territorio. Por el contrario, en Colombia deseamos que nos invadan y llegamos incluso a creer que así se resolverían nuestros males. Así mismo, se le rinde homenaje a indígenas, que como la India Catalina, delataran ante los españoles la defensa que su pueblo haría para no dejarse someter por los invasores. Para tristeza de todos, hoy es el emblema de la belleza nacional.
El “bríncale” o el “órale” que hoy se pronuncian en México no son modismos “campechanos”, como despectivamente diríamos en Colombia para referirnos a las personas del campo, sino las voces náhuatl para darle un carácter enfático al imperativo. El tocayo para quienes comparten nombre o el jitomate para referirse a un tomate rojo, nos muestran que para los aztecas no existían las voces sin personas que las acompañen, y que, como decía Voltaire, hasta las palabras entienden que aun las abejas se vuelven moscas cuando están lejos de la colmena, y por eso se juntan para formar una palabra más grande y más solidaria.
Tener raíces es esencial en la vida para crecer y desarrollarnos. Eso lo saben todos los árboles, y quienes lo olvidaron perecieron. A nosotros se nos ha ido olvidando. Tener raíces es condición para reconocernos como grupo y como nación. Las raíces nos dan identidad y trascendencia. Y la identidad de un país no puede estar basada en un equipo de fútbol o en el presidente de turno, sino en la historia y la cultura compartida a lo largo de miles de años, años que nos permiten pensar que marcharemos y construiremos juntos el mañana en cada nueva primavera.
Hoy quiero hablar de la gratitud que hay que tener con quienes nos dieron su vida, sus afectos, sus palabras y su tiempo, un recurso escaso y no renovable en los inicios del Siglo XXI. De la gratitud que por siempre les deberíamos tener a maestros y a padres, por los miles de minutos, días y semanas que nos dedicaron para poder ser quienes somos hoy. Porque brindaron su apoyo cuando lo requerimos y porque supieron poner los límites cuando los necesitamos. Por su afecto ilimitado y por su voz fuerte cuando nos extraviamos en el camino.
Hay que reconocerlo: A los aztecas también se les fue la mano. Para hacer llover, por ejemplo, creían que la mejor manera de garantizarlo era enterrando vivos a grupos de niños para que sus lágrimas se convirtieran en agua. La lluvia –pensaban–, salía de las montañas y a ellas llegaba mediante el llanto de los niños. Con ello agradecían y rezaban al dios Tláloc, regente de la lluvia y el agua y de sus ayudantes, los tlaloques. De esta manera, la ofrenda buscaba que fueran recompensados por el dios con agua y no con rayos o relámpagos. Eran otras épocas y otros tiempos, y por eso no es nada fácil comprender las motivaciones, valores y convicciones de quienes vivieron en ellos.
Queridos graduandos: Hoy les he hablado como latinoamericano. Les he hablado de la necesidad de recuperar la memoria para saber quiénes somos y por qué somos como somos. De la necesidad de superar el alzheimer social y de reconocer el pasado, porque allí se engendra nuestro futuro. Por eso, si quieren saber cómo serán sus novias o novios el día de mañana, miren a las madres, padres, abuelas o abuelos de ellas o ellos, porque cada día se les parecerán más, en sus ideologías, en sus estructuras valorativas, en sus formas de hablar y hasta en su físico.
Somos como los padres y maestros nos formaron. Y por eso nos debemos y nos pareceremos a ellos cada día más. Con sus virtudes y defectos, con sus temores y principios éticos, con sus alegrías, angustias y sueños.
La mariposa monarca vuela cada octubre desde Canadá hasta los Estados de México y Michoacán. En su vuelo forma un manto naranja y negro que cubre el horizonte de manera completa. Es como si el cielo se pusiera una ruana naranja, negra y blanca. En cada mariposa se sube un guerrero azteca ya fallecido y, al hacerlo, vuelve a la Tierra para embellecer la vida de los que en ella quedan. Montado en la mariposa, cada guerrero recorre los 4.000 kilómetros que distancian el norte de Canadá y Michoacán. Ese vuelo se realiza días antes para pregonar el Día de los Muertos. Los aztecas llaman Quetzapapaloth a estas mariposas, y de allí el nombre que heredaron las cometas de sus antepasados. ¡Hasta los papalotes conservan la memoria que se nos ha perdido socialmente a los colombianos!
Silvio Rodríguez rememora a las mariposas monarca cuando canta:
Así eras tú de furibunda compañera,
Eras como esos días en que eres la vida
Y todo lo que tocas se hace primavera.
¡Ay mariposa! Tú eres el alma
de los guerreros que aman y cantan
y eres el nuevo ser que hoy se asoma
por mi garganta.
Los indígenas aimaras en Bolivia dicen que el pasado queda en frente porque lo conocemos y lo podemos ver, y que el futuro queda atrás ya que es desconocido e incierto para nosotros. Según ello, hoy les he hablado de la necesidad de mirar al frente para saber qué tendremos atrás. De la necesidad de valorar y reconocer lo que hemos sido para pensar lo que seremos. De la necesidad de valorar lo vivido, para reconocer lo que viviremos.
No estoy seguro si el futuro queda delante o atrás, pero sí lo estoy de que hay que reconocer nuestras propias raíces para ganar en identidad y en trascendencia, para reconocernos y repensar lo que somos y lo que seremos.
Como dice el bello corrido mexicano en honor de la vida y de la muerte, que de tanto escucharlo llegamos a creer que hasta en sus orígenes fue un vallenato: “Qué bonita es esta vida. Y aunque no sea para siempre, si la vivo con mi gente, es bonita hasta la muerte con aguardiente y tequila”.
¡Muchas gracias!